Muchas veces, al cerrar los ojos, volvía a recordar mi vida junto a mis padres en nuestra hermosa casa y aquellos placenteros baños, la sensación tan grata que sentía al sumergirme en el agua tibia y perfumada de la tina. El suave tacto de la afelpada toalla cuando mi madre, o una de nuestras queridas doncellas, me secaban el cuerpo. ¡Qué lejos estaba todo aquello! Allí, durante el invierno, no podíamos ni siquiera lavarnos la cara, ya que el agua de los lavabos estaba congelada.
También descubrí que, entre la mayoría de aquellas niñas, había peleas, envidias y desvergonzadas zancadillas que, astutamente, tuve que aprender a esquivar.
A pesar de que las monjas y la mayoría de las profesoras eran estrictas, pocas veces utilizaban el látigo ni hacían uso excesivo de castigos que no fueran estrictamente necesarios, como hacernos arrodillar sobre guisantes secos y dejarnos en penitencia cara a un rincón durante varias horas. Además de mis compañeras de cuarto, entablé un excelente trato con casi todas las maestras y las monjitas. Con la que mejor compenetración tuve fue con la profesora de piano, quien enseguida vio en mí grandes cualidades para la música, naciendo entre ambas un vínculo de cariñoso entendimiento. Se llamaba Cibeles. Era hermosa, con un acentuado aire de serenidad y porte majestuoso junto a un lenguaje culto y delicado, provocando en quienes la tratábamos un sentimiento de profundo respeto y admiración. Paloma y sus padres me hacían constantes visitas, trayéndome obsequios: ropa íntima, chocolates, frutos secos o en conserva y ricos pasteles que yo compartía con mis compañeras.
Había algunas pupilas con problemas de conducta
Seguían resistiéndose a la adversidad de sus destinos, renegando de aquella nueva vida, y, al recordar a sus padres, sufrían frecuentes ataques de llantos y furias, obligando a las profesoras a usar la fuerza. Muchas alumnas eran hermanas y se cuidaban unas a otras. Mis compañeras de cuarto parecían ser las más juiciosas o las más resignadas, y eso contribuyó a que mi vida en el orfanato no fuera tan mala como yo misma creí que sería. Después de pasar la etapa de adaptación y crear mi propia defensa, lo pasé bastante bien.A pesar de que las monjas y la mayoría de las profesoras eran estrictas, pocas veces utilizaban el látigo ni hacían uso excesivo de castigos que no fueran estrictamente necesarios, como hacernos arrodillar sobre guisantes secos y dejarnos en penitencia cara a un rincón durante varias horas. Además de mis compañeras de cuarto, entablé un excelente trato con casi todas las maestras y las monjitas. Con la que mejor compenetración tuve fue con la profesora de piano, quien enseguida vio en mí grandes cualidades para la música, naciendo entre ambas un vínculo de cariñoso entendimiento. Se llamaba Cibeles. Era hermosa, con un acentuado aire de serenidad y porte majestuoso junto a un lenguaje culto y delicado, provocando en quienes la tratábamos un sentimiento de profundo respeto y admiración. Paloma y sus padres me hacían constantes visitas, trayéndome obsequios: ropa íntima, chocolates, frutos secos o en conserva y ricos pasteles que yo compartía con mis compañeras.
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